Jorge Mario Bergoglio. Cardenal argentino electo como nuevo Papa de la Iglesia Católica. Hombre bueno y sencillo. Ejemplo de valores. Modelo de humildad. Sé que debiera escribir sobre management y liderazgo en este espacio profesional. Al fin y al cabo, este blog se enmarca en lo organizacional, y quien suscribe este post lo hace en calidad de consultor. Y, aún así, elijo escribir sobre el Papa Francisco.
Podría justificarme diciendo que lo hago sobre su figura como líder de la más grande y multinacional de las organizaciones. Podría decir que lo hago deseando analizar el proceso de la más peculiar toma de decisión: la de su elección. Podría decir que lo hago valorando la adecuación del candidato al puesto que le es asignado. Podría decir que lo hago estudiando su capacidad de influencia, o su estilo directivo, o su carrera profesional. Pero la realidad es que lo hago porque quiero. Porque me sale desde dentro.
Hace tiempo que esquivo las noticias de la tele. Afrontar la visión del telediario es enfrentar un diluvio de corrupción y decadencia. Un triste desfile de sinvergüenzas y canallas. Un desolador panorama de impunidad. Hace tiempo que el plató del telediario se ha instalado en los tribunales de Justicia que ocasionalmente abandona para trasladarse a los parqués de los mercados financieros, a la moqueta de internacionales cumbres económicas, o a las calles incendiadas por manifestaciones reivindicativas con violento final.
Vivimos un tiempo incierto en el que todos defienden lo suyo y nadie lo de todos. En el que todos miran lo particular y nadie lo general. En el que el egocentrismo ha ganado el pulso a la generosidad.
Y en este punto llega el Papa Francisco. Nadie le esperaba. Se ha colado en nuestras vidas un discurso nuevo. En realidad, su discurso es muy viejo. Pero parece nuevo. Trae esperanza. Viene de la mano de la humildad y la sencillez. Está soportado en la fortaleza del ejemplo. En la autenticidad de la coherencia. Y en la dulzura de la generosidad y el Amor.
Hace tiempo que no deseaba ver un telediario. Y ahora sí quiero hacerlo. Busco el último gesto de ese argentino vestido de blanco, de ese hombre bueno y sencillo que se hace llamar Francisco. Su tiempo y su mensaje salen de una ventana que trae aire limpio y fresco.
Y aún habrá quien se pregunte qué tiene que ver esto con lo profesional. ¡Todo! Lo tiene que ver todo. Así lo afirmo porque soy de los que cree que un profesional es ante todo una persona. Y también de los que afirma que uno no puede ser mejor líder que persona. Esta aseveración la hemos realizado en muchos seminarios sobre liderazgo y es la que más debate despierta. ¿Qué nos ha ocurrido para ponerlo en duda?
Son muchos los líderes que son ejemplo de lo contrario. Muchos directivos siguen creyendo en la capacidad de gobernar desde el miedo. En la codicia como la estrategia para ganar adhesiones. En la competición como la única táctica válida en el mercado. En el engaño y la ocultación de información como fuente de poder. En la manipulación como el modo de gestionar los “talentos inferiores” de otros.
Muchas personas se enrocan en el debate intelectual sobre el concepto de líder. Yo creo que el foco debemos ponerlo en otro sitio: en el ejemplo. Lo trascendente es el modelo que tomamos como válido y legítimo. Para mí, la cuestión es quién quiere ser cada uno. ¡Como quién quieres ser tú!
El Papa Francisco se ha colado en nuestras vidas para recordarnos cosas básicas y sencillas. Tan simples como poderosas. Por eso, propongo buscarle en los telediarios para tomar nota de cada uno de sus gestos.
En su primera frase como Papa, se quitó importancia. Los cardenales han elegido para obispo de Roma a alguien que “viene del fin del mundo”. Igual que puede llegar del fin del mundo un CEO. No tiene por qué ser un fichaje galáctico robado a la competencia con contrato blindado. Puede ser alguien de la propia casa, que conoce bien el negocio, que emerge desde la división que más éxitos cosecha cerca de su mercado, aunque sea lejos de los centros de poder de la organización.
Francisco es alguien sencillo que viaja en transporte público y que rechazó un departamento de mayores dimensiones para seguir viviendo en el suyo de toda la vida. Son gestos que no se improvisan. Un directivo debiera permanecer pegado a la tierra, inmerso en ella, sin aspirar a vivir en burbujas herméticas que le extraigan de la realidad. Frente a lujosas viviendas y vehículos blindados, el directivo sencillo es el que pasea las calles en bicicleta o el que sigue comprando el periódico en el quiosco de siempre.
La primera noche como Papa vimos a Francisco en un autobús junto a sus colegas. Como uno más. El directivo debe compartir con los suyos. Debe desear hacerlo. Es un momento especial que sólo es creíble cuando de verdad el directivo así quiere hacerlo. Reír con otros, consultar decisiones, compartir inquietudes, colaborar… Ser con otros y no sobre otros.
No olvidó Francisco pagar su deuda en la pensión romana que le vio llegar al cónclave como cardenal. Tiene ojos y recuerdo para quienes le rodean. No sólo le importa lo que para él es importante, sino también lo que lo es para los demás. A un directivo no debiera pasarle inadvertido lo que sucede en su entorno.
Muchos, sin embargo, ignoran hasta el nombre de quienes limpian su oficina, arreglan su ordenador o conducen su coche. Muchos ni tan si quiera son capaces de ver a esas personas.
Francisco despidió a todos los fieles que asistieron a una misa por él celebrada en una parroquia romana.
Luego, se mezcló entre la gente. A pie. Estrechó manos. El contacto importa. Es cuestión de piel. Un directivo no sólo toca. También debe dejarse tocar. Dejarse sentir. Un directivo abierto tiene abierta la puerta de su despacho. O mejor aún, no tiene puerta ni despacho. Su despacho es el espacio entero de su organización.
Sus palabras son claras y contundentes. Sabe lo que quiere decir, y lo dice. Sus discursos no son los de un teólogo, ni han de serlo: la calidad de la comunicación y la altura de quien habla se mide en función de lo que llega a quienes escuchan. Francisco habla como un cura que predica el domingo en su parroquia. Quiere hacerse entender. No le importa la opinión de un selecto puñado de eruditos. Piensa en la mayoría. Los grandes discursos han de considerar al auditorio a quien se dirige. El directivo no debiera ser el centro, sino quien está al servicio de los demás. Es cuestión de actitud. Y de valores.
El liderazgo más gigante suele corresponder a gente sencilla. Sobra prepotencia y arrogancia. Y también mucha apariencia. Dime de qué presumes, y te diré lo que te falta. ¿Utópico? Puede. Pero yo elijo seguir soñando. La sencillez es una cualidad y la humildad, un valor. Detesto la codicia insaciable de quienes piensan en ellos antes que en los demás. Siempre les parece poco lo mucho que ganan.
Prefiero a quienes les parece mucho lo poco que ganan. A quienes piensan en los demás antes que en uno. A quienes conciben el ejercicio del liderazgo como una vocación de servicio. Necesitamos más modelos de sencillez y humildad. No es posible perseguir finales nobles si perdemos los principios.