José Manuel Chapado

Crónica de la película “Stefan Zweig, adiós a Europa”

Es el autor a quien más he leído. Y, por ende, al que más admiro. Inteligente, culto, fresco, preciso… juega con las palabras y las esculpe. Su destreza con la pluma al crear literatura evoca la maestría de la maza y el cincel de Miguel Ángel. Al igual que el genio italiano del Renacimiento, Zweig da vida a sus personajes en una soberbia mezcla de perfección y emoción. Su relato sobre Fouché es tan perfecto como el David de Miguel Ángel, y el conflicto entre Calvino y Castellio desprende tanto dolor como La Piedad.

Para mí, Zweig es sublime, como lo son sus relatos sobre los “Momentos estelares de la Humanidad”. He devorado sus libros, y he disfrutado toda la plural riqueza de su obra plasmada en biografías increíbles, en cuentos cortos, en novelas sensacionales, en profundos ensayos, en cuadernos de viaje… Cada párrafo de Zweig es un tesoro con entidad propia.

Irónicamente, no he leído su obra más famosa: su propia biografía, “El mundo de ayer”. Al estilo de nuestro Quijote, es de obligada lectura para los estudiantes de los institutos alemanes. Quizá el máximo valor de esa joya literaria sea el realismo con el que relata el desgarro personal, social y político que estaba padeciendo la Alemania de los treinta.

Por eso, deseaba ver la película recién estrenada sobre los últimos años de la vida de este austriaco universal. Judío e intelectual, en sus obras denunció la barbarie totalitaria del nazismo, y también el cobarde silencio cómplice que lo consintió. De no haber mediado un exilio a tiempo, a buen seguro que su vida habría concluido en una cámara de gas.

Es ese Zweig desterrado el que recupera la película de María Schrader. Lo hace en Brasil, con un primer plano repleto de color. Arranca el relato desde un frondoso centro de flores, porque en el cine los planos son palabras. La película no decepciona. Nos regala varios episodios concretos del ocaso nómada de Zweig. Se suceden las escenas como capítulos sueltos, como versos inconexos que dibujan el contexto y, poco a poco, construyen relaciones y personajes.

El ritmo es delicado y realista. Las piezas se van uniendo. Del poder de la palabra a la imagen de los caballos a galope en el hipódromo. Del calor tropical en las plantaciones de caña de azúcar, al congelado Nueva York de pequeñas casas. Es una historia de matices, como lo eran las biografías escritas por el biografiado: llenas de datos, inmersas en una rica descripción del contexto, poliédricas y muy humanas.

En los contrastes y en las sombras de cada contradicción se esconde la verdad impenetrable, esa que se antoja inalcanzable para quien escribe, porque el interior del alma pertenece solo a cada cual. Si acaso solo podemos atisbarla. O intuirla a lo sumo, tras cada lágrima deslizada por el rostro de Zweig.

A lo largo del argumento emergen muchas aristas, siempre bien planteadas y nunca resueltas. Porque acaso en este punto radica el sello de la película: los temas se exponen como preguntas de impecable formulación y solución incierta. El autor universal combina éxito y reconocimiento con declive y vacío. El desarraigo de su Europa natal convive con la hospitalidad que le regala Brasil en una especie de romance entre extraños. La Literatura está abocada a sucumbir en la Política. Se desata la batalla entre el deseo de olvidar y la egocéntrica necesidad de soledad, frente al compromiso con las personas y la Historia.

Comprende Zweig que él mismo se ha convertido en un icono, junto a Thomas Mann, Bertolt Brecht o Albert Einstein. Lo hace con la incredulidad y el miedo del hombre que no quiere serlo. Pero la realidad le desborda, y su grandeza es derrota, y su generosidad, sacrificio: “¡qué es mi obra comparada con esta realidad!”

En sus primeros minutos, la película nos muestra al mejor Zweig escritor. Sus diálogos son una catarata de geniales epitafios, de sublimes citas. Pero no es un libro, sino una película. Confieso mi desasosiego ante la incapacidad de tomar notas. Desearía desde ya disponer de la película como si de un libro se tratase, para poder subrayarla y recuperar mensajes que en sí mismos son una obra de arte. Sirva como ejemplo esta: “cada gesto de resistencia carente de riesgo o impacto no es más que afán de protagonismo”.

El guionista no elude el lado más humano de Zweig, pero acaso queda más desdibujado. La película, en el fondo, es fiel a la figura que describe, porque quizá sólo eso pueda hacer: describirla. Hay hechos sin respuestas, y el suicidio es uno de ellos. Más aún si es colectivo. Lo único que nos queda es asumirlo.

La biografía cinematográfica es un rompecabezas incompleto con una laguna imposible: la vida estrellada en una muerte incomprensible. Pero esa muerte no oscurece el testimonio ejemplar y la obra amplia y excelsa de aquel hombre que creía en “una Europa libre. Pienso y confío en la que las fronteras y pasaportes un día serán algo del pasado”. Por eso, ante los cuerpos inertes de Zweig y su mujer se postran personas de distinto género, raza y clase, que elevan oraciones en lengua y religiones diversas.

Corren tiempos en los que urge rescatar la obra de Zweig. Necesitamos soñadores que sean encuentro, frente a la pesadilla de quienes levantan muros. Libertad frente a odio. Por eso, recomiendo ver esta película. Puede que no sea del agrado de algunos. La sensibilidad y lo intelectual no es “cuestión de masas”, pero a mí me ha encantado.

En esta película el cine se hace literatura. Literatura de la buena. En el cine, los planos son palabras, y las del epílogo, mostrando el acto final de la vida de los Zweig, son una obra de arte. Sencillamente magistrales. De lo mejor que he visto en cine. Digno de un libro del mismísimo Stefan Zweig.

 

 

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